Sin mayor reflexión se afirma frecuentemente que la consagración de la forma federal del Estado en la Constitución de 1811 no fue sino el producto de una imitación servil de la Carta Fundamental de los Estados Unidos de Norteamérica, y ello no es cierto. En este artículo no se consideran las diferencias de nuestra ley suprema con la de los Estados Unidos, que son muchas, sino que se sustenta la tesis de que en la Península Ibérica se habían generado unas instituciones autonómicas que adquirieron mayor fuerza en Hispanoamérica –sobre todo en el territorio de lo que después fue Venezuela-, las cuales se unieron a las particularidades de nuestra idiosincrasia para fundamentar la exigencia, en el momento de la Emancipación, de un sistema político que garantizara, al mismo tiempo, la unión de las provincias y la autonomía de cada una de ellas. Por supuesto que las fórmulas federales norteamericanas fueron conocidas y aprovechadas por nuestros primeros constituyentes, pero a medida que se profundiza en el conocimiento de nuestra historia se evidencia que la idea federal –sin esta denominación- se había venido macerando en los siglos de la dominación española, hasta el punto de que si el federalismo no hubiera existido habríamos tenido que inventarlo para organizar políticamente la nueva República.
Por Manuel Rachadell